
Me acuerdo de mí corriendo a toda velocidad, me había hartado y un día lo hice, recuerdo el resquemor de mis piernas enardecidas, las rocas, mis calizos reprendiendo al suelo, recuerdo la voz extraviada de mi madre, diciéndome, "muchacho, no corras, que te vas a caer" Me acuerdo en el suelo. Y lloré, como siempre, como casi siempre. Y no la alcancé. La vi reírse de mi, mientras se marchaba por un calle que no volvería jamás. Y ella no volvería, porque antes que yo, ya había visto mi rodilla. Entre su sonrisa, había sobretodo culpa. Quería reír para disimular que lo que me había hecho, era en parte, su culpa.
Yo lloraba por algo más que dolor. Tenía rabia, el pecho agitado, la cara como un tomate partido longitudinal, tenía deseos de no ser visto, y me arrastré hasta la casa con un hoyo en la pierna derecha a pedazos de piel como telas adheridas en unidas en polvo, se quedó piel de donde caí, y piel en mi rodilla.
Y no me recuerdo como un niño violento, es más yo creo que no sé qué iba a hacer alcanzándola, ni aun ahora, que tengo mucha más fuerzas y tamaño que antes, pienso que podría golpear a alguien, ni siquiera lo asimilo.
Dos cosas se libraran en mi mente: estaba corriendo, y eso era bueno, porque no nos dejaban salir mucho a la calle, y que pudiera justificarlo así, era perfecto. Incluso yo tenía probabilidad de caerme, pero que aun así, esa carrera valdría por la felicidad de mandar un mensaje: que yo era "guapo", "valiente", "bravo", y vivir otra realidad: "yo sólo quería correr". Y justo hoy, 12 años después, entendiendo al niño aquel, me di cuenta. Mientras el mundo creía que yo estaba conquistando mi machismo, mientras me alababan la férrea acción de perseguir a una niña, yo gozaba del placer de correr, como nadie.
Me acuerdo de mí, yo estaba contento, yo estaba corriendo, y eso me daba felicidad, y cuando ella se iba más lejos, y más rápido, se ampliaba mi felicidad interna, porque correría más lejos y más rápido, pero la externa, me decía que si no la alcanzaba sería un cobarde, el tímido niño burlado. Pero a esa edad, yo sabía qué felicidad valía más que un placer de ser reconocido. Entonces podía diferenciar lo que quería realmente, de lo que esperaba la gente. Vivía para mí.
Se detuvo la niña burlona, jamás la he vuelto a ver. Nunca cruzó por la calle de nuevo. Y aquella vez me dejó una lección que tardé 12 años en descifrar: no existe felicidad más grande que la de hacer lo que uno quiere.
Quisiera tener la habilidad que tenía cuando niño, para aprovechar las circunstancias cotidianas, las cosas que a todo el mundo le parecen normales y tradicionales, aprovechar las burlas y bajezas, para correr, o ampliar mi pecho disfrutando de que otros piensan que se trata de ser como todos, y no, se trata de seguir viviendo intensamente la felicidad propia.
Yo lloraba por algo más que dolor. Tenía rabia, el pecho agitado, la cara como un tomate partido longitudinal, tenía deseos de no ser visto, y me arrastré hasta la casa con un hoyo en la pierna derecha a pedazos de piel como telas adheridas en unidas en polvo, se quedó piel de donde caí, y piel en mi rodilla.
Y no me recuerdo como un niño violento, es más yo creo que no sé qué iba a hacer alcanzándola, ni aun ahora, que tengo mucha más fuerzas y tamaño que antes, pienso que podría golpear a alguien, ni siquiera lo asimilo.
Dos cosas se libraran en mi mente: estaba corriendo, y eso era bueno, porque no nos dejaban salir mucho a la calle, y que pudiera justificarlo así, era perfecto. Incluso yo tenía probabilidad de caerme, pero que aun así, esa carrera valdría por la felicidad de mandar un mensaje: que yo era "guapo", "valiente", "bravo", y vivir otra realidad: "yo sólo quería correr". Y justo hoy, 12 años después, entendiendo al niño aquel, me di cuenta. Mientras el mundo creía que yo estaba conquistando mi machismo, mientras me alababan la férrea acción de perseguir a una niña, yo gozaba del placer de correr, como nadie.
Me acuerdo de mí, yo estaba contento, yo estaba corriendo, y eso me daba felicidad, y cuando ella se iba más lejos, y más rápido, se ampliaba mi felicidad interna, porque correría más lejos y más rápido, pero la externa, me decía que si no la alcanzaba sería un cobarde, el tímido niño burlado. Pero a esa edad, yo sabía qué felicidad valía más que un placer de ser reconocido. Entonces podía diferenciar lo que quería realmente, de lo que esperaba la gente. Vivía para mí.
Se detuvo la niña burlona, jamás la he vuelto a ver. Nunca cruzó por la calle de nuevo. Y aquella vez me dejó una lección que tardé 12 años en descifrar: no existe felicidad más grande que la de hacer lo que uno quiere.
Quisiera tener la habilidad que tenía cuando niño, para aprovechar las circunstancias cotidianas, las cosas que a todo el mundo le parecen normales y tradicionales, aprovechar las burlas y bajezas, para correr, o ampliar mi pecho disfrutando de que otros piensan que se trata de ser como todos, y no, se trata de seguir viviendo intensamente la felicidad propia.
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